Aprendemos a los golpes
Por: Ricardo Andrés Álvarez Valdés
“Aprendemos a los golpes”, frase que vociferaba ante mis compañeros, alardeando de experiencia robada en el último año cursado de mi secundaria. Todos me veían muy seguro de lo que haría con mi vida en el momento de tomar esa decisión imponente y dolorosa: escoger la carrera que trazará tu vida a los 17 años.
Todos me veían apasionado, pero mentía de la forma más ruin al hablar con propiedad de un asunto que me aterraba, que me obligaba a salir de una efímera realidad, concretando la afiliación de mi pensamiento ante el pavoroso camino de la vida.
En poco tiempo entendería que mi aparente certeza y credulidad sería diezmada por lo que nos afecta a todos al final: el exceso de confianza.
Debatía con mi madre a qué carrera aplicaría, mis fortalezas y debilidades y cómo ella quería verme en un futuro (cosa que condicionaría aún más mi prematura decisión). Siempre me había destacado en la oratoria, me gustaba hablar, escribir y plasmar ideas en papel, solo que, en ese momento, no fui asertivo a la hora de destacar lo mejor de mí. Al final, mi madre quería verme como un gran ingeniero, egresado de un claustro prestigioso; ese era su deseo, pero, ¿y el mío?
Duré dos semanas de descanso convenciéndome de que lo lograría, de que sería sencillo, de que estudiar sería lo de menos y de que trataría de esforzarme en un terreno virgen y apático para mí. Solo logré sentir algo de alivio cuando no pensaba en las consecuencias de mis actos.
Mi madre, orgullosa, llenaba papeles y contratos de mi nueva alma mater, casi con desesperación, yo no decía una palabra. Al terminar los acarreos básicos de admisión en la Escuela Colombiana de Ingeniería Julio Garavito, traté de relegar mi mente hacia otro logar, donde pensamientos corruptos con vergüenza venidera no me atormentaran. No lo logré.
Un ambiente denso me doblegaba cada vez que pisaba el campus. Todos los cantos optimistas que proliferaba en mi primer día solo hacía sentir peor a mi conciencia ya ajena. Me sentía extracorpóreo y bastardo, no era mi lugar y nunca creí que lo sería. Siempre hay un pequeño pensamiento que se anticipa a lo que hacemos, un pensamiento que aparece cada vez que nos sentimos inseguros y este rara vez se equivoca.
Así fui contra mi corriente seis meses amargos. Seis meses abarrotados de miedos, de incertidumbres y reflexiones cacofónicas. Siempre me mantuve al borde del colapso; convivía con mis límites en cada paso, cada examen y cada taller que realizaba bajo el pensum de mi equivocado mundo, nunca logrando encajar, nunca logrando entender, nunca logrando deslumbrar un futuro.
Me inscribí en clases y talleres de canto, convivía con el amargo café, socializaba con mis compañeros y lograba verme feliz a sus ojos, pero siempre tenía una marca en la frente martillándome cual maldición gitana. Así, hasta que no pude entender que era infeliz, no logré conocerme realmente, dejando que raciocinios de autoayuda me invadieran cada vez que, frecuentemente, desfallecía. No más, no soportaba más sentirme desplazado, no necesitaba y no lo deseaba.
Duré dos semanas de descanso convenciéndome de que lo lograría, de que sería sencillo, de que estudiar sería lo de menos y de que trataría de esforzarme en un terreno virgen y apático para mí. Solo logré sentir algo de alivio cuando no pensaba en las consecuencias de mis actos.
Mi madre, orgullosa, llenaba papeles y contratos de mi nueva alma mater, casi con desesperación, yo no decía una palabra. Al terminar los acarreos básicos de admisión en la Escuela Colombiana de Ingeniería Julio Garavito, traté de relegar mi mente hacia otro logar, donde pensamientos corruptos con vergüenza venidera no me atormentaran. No lo logré.
Un ambiente denso me doblegaba cada vez que pisaba el campus. Todos los cantos optimistas que proliferaba en mi primer día solo hacía sentir peor a mi conciencia ya ajena. Me sentía extracorpóreo y bastardo, no era mi lugar y nunca creí que lo sería. Siempre hay un pequeño pensamiento que se anticipa a lo que hacemos, un pensamiento que aparece cada vez que nos sentimos inseguros y este rara vez se equivoca.
Así fui contra mi corriente seis meses amargos. Seis meses abarrotados de miedos, de incertidumbres y reflexiones cacofónicas. Siempre me mantuve al borde del colapso; convivía con mis límites en cada paso, cada examen y cada taller que realizaba bajo el pensum de mi equivocado mundo, nunca logrando encajar, nunca logrando entender, nunca logrando deslumbrar un futuro.
Me inscribí en clases y talleres de canto, convivía con el amargo café, socializaba con mis compañeros y lograba verme feliz a sus ojos, pero siempre tenía una marca en la frente martillándome cual maldición gitana. Así, hasta que no pude entender que era infeliz, no logré conocerme realmente, dejando que raciocinios de autoayuda me invadieran cada vez que, frecuentemente, desfallecía. No más, no soportaba más sentirme desplazado, no necesitaba y no lo deseaba.
Acudí a la sicóloga de la universidad, la cual me orientó para conocerme por fin, para realizar ese trabajo impedido desde hacía años, explorando mis cualidades y tratando de embonar esos conocimientos en mi próxima vida, mi próxima carrera. Gracias a este apoyo por parte de la sicóloga de la universidad logré respirar.
Nunca olvidaré la cara de mi madre cuando le dije que me retiraría. Una adulterada sonrisa se apoderó de su rostro, tratando de combatir los sentimientos encontrados que se percibían a través de sus ojos. Sin embargo, siempre fue mi sustento y mi apoyo, nunca me dejó solo y me cobijó cuando más lo necesitaba, eternamente su amor incondicional me haría volver a respirar.
Salí por la puerta grande como un desertor, un forastero, un acomodado, esbozando una sonrisa empaquetada desde hacía seis meses. Sólo mire atrás para descartar piezas que habían compuesto mi alma con movimientos ramplones. Sin duda, ese aire frío característico del norte de Bogotá lo sentía mucho más cálido.
Desde ese día comenzó la odisea para encontrar una nueva vocación. Las páginas de registro, los contenidos programáticos y las comparaciones era lo único que vislumbraba en mis vacaciones. Así di con la que sería mi casa hasta hoy, mi morada, mi destino; así di con la Universidad Sergio Arboleda.
Así pasé todo el proceso, todo ese camino dantesco que veía sin fin, viendo la puerta de Admisiones y racionando sobre mi nueva vida, una vida aprovechada al máximo, donde toda mi esencia sería explotada y publicada al mundo en mil formas distintas, todas ellas guiadas por mi recién hecha existencia.
Así, hasta hoy, transcurre mi camino de la mano de mi cátedra, de mis mentores, mis padres, mis amigos y mi novia, cumpliendo lo que mi alma dictaba desde que salí de mi bachillerato. Siento novedad en mis acciones, en mis palabras, en mi forma de ser, me vuelvo a sentir liviano y completo, siendo que he vuelto a ser yo y, espero, esa sensación se quede a mi lado por un largo tiempo.
Nunca olvidaré la cara de mi madre cuando le dije que me retiraría. Una adulterada sonrisa se apoderó de su rostro, tratando de combatir los sentimientos encontrados que se percibían a través de sus ojos. Sin embargo, siempre fue mi sustento y mi apoyo, nunca me dejó solo y me cobijó cuando más lo necesitaba, eternamente su amor incondicional me haría volver a respirar.
Salí por la puerta grande como un desertor, un forastero, un acomodado, esbozando una sonrisa empaquetada desde hacía seis meses. Sólo mire atrás para descartar piezas que habían compuesto mi alma con movimientos ramplones. Sin duda, ese aire frío característico del norte de Bogotá lo sentía mucho más cálido.
Desde ese día comenzó la odisea para encontrar una nueva vocación. Las páginas de registro, los contenidos programáticos y las comparaciones era lo único que vislumbraba en mis vacaciones. Así di con la que sería mi casa hasta hoy, mi morada, mi destino; así di con la Universidad Sergio Arboleda.
Así pasé todo el proceso, todo ese camino dantesco que veía sin fin, viendo la puerta de Admisiones y racionando sobre mi nueva vida, una vida aprovechada al máximo, donde toda mi esencia sería explotada y publicada al mundo en mil formas distintas, todas ellas guiadas por mi recién hecha existencia.
Así, hasta hoy, transcurre mi camino de la mano de mi cátedra, de mis mentores, mis padres, mis amigos y mi novia, cumpliendo lo que mi alma dictaba desde que salí de mi bachillerato. Siento novedad en mis acciones, en mis palabras, en mi forma de ser, me vuelvo a sentir liviano y completo, siendo que he vuelto a ser yo y, espero, esa sensación se quede a mi lado por un largo tiempo.