La tarde en que Bogotá creyó en los ángeles
Por: Víctor Serrano
Casi viene abril, casi es 28, aunque en el corazón de muchos el momento sigue congelado.
Casi que se olvida pero nunca pasa del todo. Para aquellos que sentimos de cerca el dolor de la muerte de quienes conocíamos, casi significa que nunca ha dejado de ser ese día. Han pasado 14 años pero los recuerdos siguen intactos, todavía la herida parece sangrar en esas fechas o cuando alguien menciona uno de los 21 angelitos que hoy ya serían adultos. A veces hacer memoria cuesta por el sufrimiento que supone y no porque los recuerdos dejen de ser claros.
Sé todo lo que pasó aquella tarde, aunque quisiera no saberlo, no recordarlo.
Son las tres de la tarde, es el día de descanso de mi mamá y una llamada extraña entra al teléfono. Pocas veces alguien del trabajo, en su jornada libre, la llama, menos a la casa, pero supone que algo grave debe estar pasando en la clínica y por eso se comunican con ella. Efectivamente, sus sospechas son ciertas, pero no en el sentido en que lo imagina. Una voz angustiada le pide que se siente y le lanza, como un dardo, la noticia. En la clínica Shaio, donde ella trabaja pero lugar en el que hoy no está, una serie incontable de camillas se deslizan en los pasillos del hospital con niños del Agustiniano Norte en ellas.
La voz de fondo recita que a la altura de la calle 138 con Avenida Suba, el conductor de una máquina recicladora de asfalto perdió el control y cayó sobre una de las rutas del colegio al que mi hermano iba, institución de la que me había cambiado ese año. Mi mamá se desmorona, tanto mi ruta como la de él pasan por ese punto, pero ella sabe a qué escuela pertenece el bus involucrado en el accidente. Lo que no sabe es el paradero de Alfredo. Antes de llamarlo, de perder la calma, toma el control y pone las noticias: no hay nada sobre el accidente. Uno minutos pasan y aparece el ‘Último minuto’.
Casi viene abril, casi es 28, aunque en el corazón de muchos el momento sigue congelado.
Casi que se olvida pero nunca pasa del todo. Para aquellos que sentimos de cerca el dolor de la muerte de quienes conocíamos, casi significa que nunca ha dejado de ser ese día. Han pasado 14 años pero los recuerdos siguen intactos, todavía la herida parece sangrar en esas fechas o cuando alguien menciona uno de los 21 angelitos que hoy ya serían adultos. A veces hacer memoria cuesta por el sufrimiento que supone y no porque los recuerdos dejen de ser claros.
Sé todo lo que pasó aquella tarde, aunque quisiera no saberlo, no recordarlo.
Son las tres de la tarde, es el día de descanso de mi mamá y una llamada extraña entra al teléfono. Pocas veces alguien del trabajo, en su jornada libre, la llama, menos a la casa, pero supone que algo grave debe estar pasando en la clínica y por eso se comunican con ella. Efectivamente, sus sospechas son ciertas, pero no en el sentido en que lo imagina. Una voz angustiada le pide que se siente y le lanza, como un dardo, la noticia. En la clínica Shaio, donde ella trabaja pero lugar en el que hoy no está, una serie incontable de camillas se deslizan en los pasillos del hospital con niños del Agustiniano Norte en ellas.
La voz de fondo recita que a la altura de la calle 138 con Avenida Suba, el conductor de una máquina recicladora de asfalto perdió el control y cayó sobre una de las rutas del colegio al que mi hermano iba, institución de la que me había cambiado ese año. Mi mamá se desmorona, tanto mi ruta como la de él pasan por ese punto, pero ella sabe a qué escuela pertenece el bus involucrado en el accidente. Lo que no sabe es el paradero de Alfredo. Antes de llamarlo, de perder la calma, toma el control y pone las noticias: no hay nada sobre el accidente. Uno minutos pasan y aparece el ‘Último minuto’.
Caracol registra con uno de sus corresponsales las estremecedoras imágenes de la ruta destruida por la máquina del Consorcio Suba Alianza II. Remolque conducido por una persona sin experiencia en este tipo de transporte, desplazado sin cama baja y llevado por una de las avenidas con más afluencia de la capital. Mujeres y hombres en llanto, minutos después comienzan a llegar a la escena, los gritos y gemidos se apoderan de los sonidos ambientes.
Entro a la casa y veo el rostro de mi mamá. Las pequeñas arrugas se entremezclan con los pliegues que su cara revela por el miedo. Me abraza y devuelve los ojos al televisor, mira la hora como rindiéndose ante los hechos, como dejando que la esperanza se desvanezca en su cuerpo, que la fe se escape por la ventana. La chapa hace un sonido extraño, especialmente para la ocasión, pero sus ojos se inundan de emoción cuando es mi hermano el que cruza la puerta.
En su inocencia, en su ignorancia frente a los hechos, la mira extraño. Ella corre como si no lo hubiera visto en años, o como si hubiese existido la posibilidad de no verlo el resto de ellos. Alfredo no entiende qué pasa, y no lo juzgo, él iba en otra ruta porque mi mamá había decidido cambiarlo ese día para que llegara un poco más temprano a la casa. Ahora sabemos que el bus accidentado es el 12 y que, por una inmensa coincidencia de la vida o un milagro, mi hermano llegó en la 13. Pero ahora es su turno de enterarse, todos en Bogotá hablan de ello, todos lloran sobre una de las tragedias de tránsito más devastadoras para los capitalinos. Tal como muchos guardan el estrepitoso sonido de la bomba del DAS, muchos conservamos estas terroríficas imágenes.
Y si el dolor podía ser peor, en medio del alivio porque mi hermano estaba vivo, lo era. En el reloj del televisor son las 3:45 y Alfonso Cuevas, Director de Medicina Legal de Bogotá, aparece en señal nacional para dar la lista de los 21 niños que habían fallecido, los 24 restantes que también iban en la ruta se encontraban malheridos e incluso algunos ilesos.
Su boca comienza a vocalizar:
Las lágrimas inundaron una habitación que cada segundo se hacía más pequeña. Pensaba en mi hermano, en el dolor y la impotencia que debía sentir, aunque ni un solo músculo de su cuerpo reaccionaba. Los niños que se convertían en los 21 ángeles de la tragedia del Agustiniano, eran, en la mente de él, 21 amigos. No se trataba de un grupo abstracto de personas a los que toda una ciudad lloraba, eran almas que había conocido de cerca, voces que había escuchado de frente, ojos que había mirado y, ahora, no podía olvidar.
Entro a la casa y veo el rostro de mi mamá. Las pequeñas arrugas se entremezclan con los pliegues que su cara revela por el miedo. Me abraza y devuelve los ojos al televisor, mira la hora como rindiéndose ante los hechos, como dejando que la esperanza se desvanezca en su cuerpo, que la fe se escape por la ventana. La chapa hace un sonido extraño, especialmente para la ocasión, pero sus ojos se inundan de emoción cuando es mi hermano el que cruza la puerta.
En su inocencia, en su ignorancia frente a los hechos, la mira extraño. Ella corre como si no lo hubiera visto en años, o como si hubiese existido la posibilidad de no verlo el resto de ellos. Alfredo no entiende qué pasa, y no lo juzgo, él iba en otra ruta porque mi mamá había decidido cambiarlo ese día para que llegara un poco más temprano a la casa. Ahora sabemos que el bus accidentado es el 12 y que, por una inmensa coincidencia de la vida o un milagro, mi hermano llegó en la 13. Pero ahora es su turno de enterarse, todos en Bogotá hablan de ello, todos lloran sobre una de las tragedias de tránsito más devastadoras para los capitalinos. Tal como muchos guardan el estrepitoso sonido de la bomba del DAS, muchos conservamos estas terroríficas imágenes.
Y si el dolor podía ser peor, en medio del alivio porque mi hermano estaba vivo, lo era. En el reloj del televisor son las 3:45 y Alfonso Cuevas, Director de Medicina Legal de Bogotá, aparece en señal nacional para dar la lista de los 21 niños que habían fallecido, los 24 restantes que también iban en la ruta se encontraban malheridos e incluso algunos ilesos.
Su boca comienza a vocalizar:
- Andrés David Mazo Carvajal
- Juan Pablo Moreno Vergara
- Sebastián Camilo Moreno Pacheco
- Juan Leonardo Sandoval
- Sergio Andrés Blanco López
- Sebastián Enrique Vaca Ruiz
- Juan V. Ortiz Torres
- Cristian Camilo Rubiano Rodríguez
- José Eduardo Rueda Pérez
- Juan Camilo Rueda Rodríguez
- Juan Camilo Medina Torres
- Cristian Camilo Abello Cantor
- Sergio Alejandro Sarmiento Lalinde
- Oscar Danilo Espinosa Ortiz
- Juan Carlos Hernández Pineda
- Juan Felipe Marroquín Huertas
- Juan Manuel Marroquín Huertas
- Juan Sebastián Reyes Beltrán
- Andrés Felipe Reyes Beltrán
- Cristian Felipe Tobón Granados
Las lágrimas inundaron una habitación que cada segundo se hacía más pequeña. Pensaba en mi hermano, en el dolor y la impotencia que debía sentir, aunque ni un solo músculo de su cuerpo reaccionaba. Los niños que se convertían en los 21 ángeles de la tragedia del Agustiniano, eran, en la mente de él, 21 amigos. No se trataba de un grupo abstracto de personas a los que toda una ciudad lloraba, eran almas que había conocido de cerca, voces que había escuchado de frente, ojos que había mirado y, ahora, no podía olvidar.