Mi recorrido hacia la paz interna
Por: Juan Camilo Amarillo
Siempre me he preguntado por qué las personas se unen a algún grupo, una religión o una comunidad.
Luego me doy cuenta que hacen cosas en común que les llenan el alma.
Por más de 25 años la tribu más cercana en la que he estado es mi familia, pero más allá de eso no he encontrado esa paz interior que muchos dicen sentir.
He escuchado por películas, libros y programas, que la armonía se encuentra con la naturaleza, por suerte Colombia tiene demasiada diversidad, “desde el mar Caribe hasta el Amazonas y desde el Pacífico hasta los Llanos Orientales encontrarás argumentos suficientes para enamorarte de nuestra naturaleza”, dice el portal web oficial de Colombia, esto es bueno, sin embargo ampliaría mi viaje por dos años dificultando mi encuentro con el jardín del edén.
Mi mente se encontraba confundida sin saber qué rumbo tomar, cuando dejé de averiguar y decidí descansar navegando un rato en la red, por casualidad entre mi búsqueda se cruzó el hombre que dejó todo atrás y se encontró consigo mismo.
Pedro Medina, “el hombre de los discursos, que ha inspirado a muchas personas, le ha llegado a 687.000 colombianos y extranjeros en 161 ciudades y 31 países con 5.380 conferencias”, dice el portal TEDX.
Un personaje de tal relevancia debe tener un conocimiento magistral para mover masas y ser buscado por tanta gente.
Hace 15 años era reconocido por ser el hombre que trajo McDonald’s a Colombia y hoy se refugia en su finca, sin ninguna clase de tecnología, abriendo las puertas de este hogar a cualquier interesado cada 15 días.
Sin pensarlo dos veces alisté mis maletas y me dirigí en busca de tan curioso lugar fuera de la realidad.
En el kilómetro 40 vía Choachí, en una cuesta empinada a casi 70 grados de inclinación, se encuentra “La Minga”, el hogar de Pedro Medina.
Subir hasta la cumbre no sería nada fácil, pero junto a mi compañera de travesía dejamos la pereza atrás, buscando un cambio de aire, de mente, de entendimiento.
Mientras más subíamos la carretera y la civilización iban desapareciendo, la urbanización se quedaba atrás entre la neblina que nos rodeaba, dándonos la bienvenida a un nuevo mundo, un mundo fuera de lo normal, donde todos los elementos conviven con una afinación perfecta, creando una melodía en cada parte de nuestros cuerpos.
“En Cundinamarca había 10 pueblos reales, Choachí era uno de ellos. Los caminos indígenas o reales, se construyeron hacia el año 1600, hace 420 años. Estas rocas son parte del camino original”, dice uno de los letreros del camino, un poco acabado en un trozo viejo de madera.
Después de 15 minutos de arduo trayecto llegamos a nuestro destino, la recompensa estaba frente a nuestras narices y era tan espectacular que ninguno de los dos pronunció palabra alguna, escuchábamos de fondo solo el canto de la naturaleza.
Una pequeña entrada en un marco de madera rodeada de arbustos nos daba la bienvenida a “La Minga”, el jardín del edén.
“Es la voz del bosque estéreo, es la culminación del camino de los 7 paisajes, el bosque de eucaliptos, los arbustos de chusque, las praderas, el bosque de pinos, los precipicios y peñas, es la quebrada y las 6 cascadas, es la fragancia del eucalipto, es cientos de mariposas y aves, es energía contagiosa…”, cita el cartel de bienvenida al lugar.
Pero como si se tratase del ascenso al paraíso hay que pasar por el “túnel de transformación” y dejar todo lo que nos genera odio y rencor atrás sufriendo una verdadera metamorfosis interna.
Mientras cruzamos el pasaje este nos llenó de enseñanzas “rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita “, “qué pasaría si aprendemos a compartir”, “lo que pasa es que no podemos trabajar en equipo”, “que pasaría si hoy yo amplío mi visión en La Minga”, exponen varios avisos. Pasar por este corredor nos hace sentir como si estuviéramos a punto de morir y todas las experiencias en el otro mundo se nos manifestaran. Al final del túnel donde la luz se vuelve más brillante y acaricia con su vigor cada ingrediente de tan ansiado objetivo, hay una última condición para poder traspasar, una señal que nos da dos opciones, “confío” o “no confío”, como si se tratase de la entrada al paraíso.
Nuestra respuesta es confío, cruzamos el puente que nos da acceso al edén.
Pero como si se tratase del ascenso al paraíso hay que pasar por el “túnel de transformación” y dejar todo lo que nos genera odio y rencor atrás sufriendo una verdadera metamorfosis interna.
Mientras cruzamos el pasaje este nos llenó de enseñanzas “rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita “, “qué pasaría si aprendemos a compartir”, “lo que pasa es que no podemos trabajar en equipo”, “que pasaría si hoy yo amplío mi visión en La Minga”, exponen varios avisos. Pasar por este corredor nos hace sentir como si estuviéramos a punto de morir y todas las experiencias en el otro mundo se nos manifestaran. Al final del túnel donde la luz se vuelve más brillante y acaricia con su vigor cada ingrediente de tan ansiado objetivo, hay una última condición para poder traspasar, una señal que nos da dos opciones, “confío” o “no confío”, como si se tratase de la entrada al paraíso.
Nuestra respuesta es confío, cruzamos el puente que nos da acceso al edén.
Lo primero que observamos al
llegar es una campana negra, marchitada, de barro, al tocarla anunciamos
nuestra entrada.
Me doy cuenta que es muy en serio lo de dejar la tecnología atrás, la señal de mi celular deja de funcionar y mis datos se pierden como la neblina que nos escoltaba.
Caminamos unos metros hacia arriba por un camino de piedras que encajan con la tranquilidad que transpira el sector. En la entrada nos acoge un hombre muy sencillo por su manera de vestir, con jeans azules, camiseta de cuadros, chaqueta verde y cachucha de paja. Su cara declara nobleza e inteligencia, nos da un abrazo fraternal recibiéndonos a La Minga.
En el interior de la casa hay 40 personas escuchando atentamente las instrucciones de este sujeto sobre el manejo del lugar. Veo gente de todas las edades, sexo, razas, nacionalidades, concentradas en las palabras que emana este hombre, “para quienes no me conocen soy Pedro Medina, bienvenidos a La Minga”, mis oídos no pueden creer lo que escuchan, me imaginaba un hombre vestido de traje, serio, y muy formal. Tan solo llevaba 5 minutos en el lugar y ya me había llevado mi primera enseñanza, “no hay que dejarse llevar por las apariencias”.
Me doy cuenta que es muy en serio lo de dejar la tecnología atrás, la señal de mi celular deja de funcionar y mis datos se pierden como la neblina que nos escoltaba.
Caminamos unos metros hacia arriba por un camino de piedras que encajan con la tranquilidad que transpira el sector. En la entrada nos acoge un hombre muy sencillo por su manera de vestir, con jeans azules, camiseta de cuadros, chaqueta verde y cachucha de paja. Su cara declara nobleza e inteligencia, nos da un abrazo fraternal recibiéndonos a La Minga.
En el interior de la casa hay 40 personas escuchando atentamente las instrucciones de este sujeto sobre el manejo del lugar. Veo gente de todas las edades, sexo, razas, nacionalidades, concentradas en las palabras que emana este hombre, “para quienes no me conocen soy Pedro Medina, bienvenidos a La Minga”, mis oídos no pueden creer lo que escuchan, me imaginaba un hombre vestido de traje, serio, y muy formal. Tan solo llevaba 5 minutos en el lugar y ya me había llevado mi primera enseñanza, “no hay que dejarse llevar por las apariencias”.
La instrucción es simple, hay que trabajar por el bien de la comunidad, el peso está devaluado a 0, siendo la mano de obra la única herramienta para sobrevivir.
El grupo se dividió en tres, uno cocinaría, otro sembraría árboles y el último quitaría “quicuyo” (pasto largo que daña los cultivos).
Trabajé en la recolección de abono para la siembra de árboles, pero la mayor parte de tiempo la empleé en quitar ‘quicuyo’. Mientras quitábamos esta hierba podrida del campo a Pedro se le ocurrió un juego, cada vez que arrancáramos una mata debíamos decir algo que le arrebatábamos al país. Pedro grita “yo le quito la corrupción”, otro hombre dice “le quito la violencia”, el siguiente: “yo le quito a Uribe”, otro dijo “yoa Santos”, Pedro corrigió a ambos y refuto: “yo le quito la pelea de Santos y Uribe”, mientras sacaba del suelo una rama enorme de ‘quicuyo’ con raíz incluida.
El grupo se dividió en tres, uno cocinaría, otro sembraría árboles y el último quitaría “quicuyo” (pasto largo que daña los cultivos).
Trabajé en la recolección de abono para la siembra de árboles, pero la mayor parte de tiempo la empleé en quitar ‘quicuyo’. Mientras quitábamos esta hierba podrida del campo a Pedro se le ocurrió un juego, cada vez que arrancáramos una mata debíamos decir algo que le arrebatábamos al país. Pedro grita “yo le quito la corrupción”, otro hombre dice “le quito la violencia”, el siguiente: “yo le quito a Uribe”, otro dijo “yoa Santos”, Pedro corrigió a ambos y refuto: “yo le quito la pelea de Santos y Uribe”, mientras sacaba del suelo una rama enorme de ‘quicuyo’ con raíz incluida.
El trabajo de un momento a otro se había vuelto diversión y todos buscaban la raíz más grande para arreglar los problemas que afectaban a Colombia. Era impresionante ver cómo todos trabajábamos en equipo para el crecimiento del campo, me sentí como una abeja trabajando por el bien de la colmena y no el de mi interés personal.
La hora del almuerzo había llegado y todos nos reunimos alrededor de la mesa para dar la bienvenida de los alimentos al ritmo del tambor, por casualidad Pedro me asignó la función de dar la entrada al festín. Los nervios me atacaron en ese instante, pues debía pronunciar una melodía acorde con el entorno. Sin problema toqué lo primero que se me vino a la cabeza en un instrumento viejo, café, lleno de plumas.
Después Pedro nos pidió que formáramos un círculo dándoles la mano al vecino hacia arriba y al otro hacia abajo, representando el dar y recibir, “manjar de los dioses, divino sustento, qué haces afuera, te necesito adentro”, pronunciaba Pedro con la cabeza abajo mientras todos seguíamos sus palabras.
El almuerzo era cien por ciento vegetariano, producto de nuestro trabajo y sembrado en la misma “minga”. Quinua, lentejas, sopa de calabaza y limonada de hierbabuena eran parte de tan delicioso menú, sorprendentemente la carne no me hacía falta. Lo que probaba saciaba mi sed de hambre y me tenía conforme y en plenitud.
Mientras disfrutaba de mi comida hablé con una señora de pelo rojo, gafas negras, blanca como la leche, pero lo que más me llamó la atención fue su acento, pues se notaba que era de un lugar muy lejano en Europa.
Me preguntaba cómo alguien tan lejano conoció este espacio, me contó que vino por unos amigos, se llama Elka, tiene 35 años, lleva 10 años en Bogotá y extraña su país, sin embargo, llegó a Colombia porque su carrera no le abrió más puertas, su cara denota cansancio y agotamiento mientras me detalla su historia de vida. Pienso que una gran fracción de la gente que se encuentra en el espacio busca un cambio de vida.
Después de la merienda nos dirigimos al “Ágora”, lugar de descanso donde todos compartimos nuestras ideas en un gran círculo oval, al más puro estilo de la antigua Grecia.
La hora del almuerzo había llegado y todos nos reunimos alrededor de la mesa para dar la bienvenida de los alimentos al ritmo del tambor, por casualidad Pedro me asignó la función de dar la entrada al festín. Los nervios me atacaron en ese instante, pues debía pronunciar una melodía acorde con el entorno. Sin problema toqué lo primero que se me vino a la cabeza en un instrumento viejo, café, lleno de plumas.
Después Pedro nos pidió que formáramos un círculo dándoles la mano al vecino hacia arriba y al otro hacia abajo, representando el dar y recibir, “manjar de los dioses, divino sustento, qué haces afuera, te necesito adentro”, pronunciaba Pedro con la cabeza abajo mientras todos seguíamos sus palabras.
El almuerzo era cien por ciento vegetariano, producto de nuestro trabajo y sembrado en la misma “minga”. Quinua, lentejas, sopa de calabaza y limonada de hierbabuena eran parte de tan delicioso menú, sorprendentemente la carne no me hacía falta. Lo que probaba saciaba mi sed de hambre y me tenía conforme y en plenitud.
Mientras disfrutaba de mi comida hablé con una señora de pelo rojo, gafas negras, blanca como la leche, pero lo que más me llamó la atención fue su acento, pues se notaba que era de un lugar muy lejano en Europa.
Me preguntaba cómo alguien tan lejano conoció este espacio, me contó que vino por unos amigos, se llama Elka, tiene 35 años, lleva 10 años en Bogotá y extraña su país, sin embargo, llegó a Colombia porque su carrera no le abrió más puertas, su cara denota cansancio y agotamiento mientras me detalla su historia de vida. Pienso que una gran fracción de la gente que se encuentra en el espacio busca un cambio de vida.
Después de la merienda nos dirigimos al “Ágora”, lugar de descanso donde todos compartimos nuestras ideas en un gran círculo oval, al más puro estilo de la antigua Grecia.
“La buena energía”, “desconexión de lo cotidiano”, “la diversidad de la flora y las personas”, “el valor, de la libertad y la naturaleza”, dicen uno tras otro los participantes del foro sobre qué significa este sitio, todos comparten su opinión cuando llega el agua panela para acompañar la discusión y calentarnos de la lluvia que decora el paisaje.
“El ágora es un concepto muy bonito, pues este es otro accidente feliz (todo aquello que ocurre diferente a lo presupuestado), este espacio nació simplemente como un techo e inicialmente era una terraza con unas sillas, pero con las dimensiones correctas, esta casa es totalmente de barro y el agua la dañaba, así que la adecuamos haciendo unas actividades muy bonitas, como la catarsis”, reflexiona Pedro con emoción al frente de todos los presentes.
Luego nos dirigimos a un espacio que Pedro considera el museo de la paz, donde ha reunido cientos de elementos, que le representan la tranquilidad consigo mismo. Estoy emocionado de conocer y encontrar lo que esconde este espacio.
“El museo de la paz trabaja cuatro pilares, las raíces (entender nuestras raíces, ancestros, valorar los productos colombianos), el remo (debemos aprender cómo remar en la misma dirección, dejar ir el rencor), el tercer elemento es el rayo (aprender que lo que necesitamos decir se lo digamos a la persona de frente), y el cuarto, el optimismo, ya que nos anima a apreciar las crisis personales sociales para idear imágenes nuevas y más sensatas de vivir”. nos dice Pedro mientras nos introduce en un diminuto cuarto decorado con múltiples piezas que representan la armonía.
“El ágora es un concepto muy bonito, pues este es otro accidente feliz (todo aquello que ocurre diferente a lo presupuestado), este espacio nació simplemente como un techo e inicialmente era una terraza con unas sillas, pero con las dimensiones correctas, esta casa es totalmente de barro y el agua la dañaba, así que la adecuamos haciendo unas actividades muy bonitas, como la catarsis”, reflexiona Pedro con emoción al frente de todos los presentes.
Luego nos dirigimos a un espacio que Pedro considera el museo de la paz, donde ha reunido cientos de elementos, que le representan la tranquilidad consigo mismo. Estoy emocionado de conocer y encontrar lo que esconde este espacio.
“El museo de la paz trabaja cuatro pilares, las raíces (entender nuestras raíces, ancestros, valorar los productos colombianos), el remo (debemos aprender cómo remar en la misma dirección, dejar ir el rencor), el tercer elemento es el rayo (aprender que lo que necesitamos decir se lo digamos a la persona de frente), y el cuarto, el optimismo, ya que nos anima a apreciar las crisis personales sociales para idear imágenes nuevas y más sensatas de vivir”. nos dice Pedro mientras nos introduce en un diminuto cuarto decorado con múltiples piezas que representan la armonía.
Vemos todo tipo de cosas, como unas piernas en un balde, que significan meter la pata; unos troncos con pequeños agujeros que representan diferentes puntos de vista; un payaso con dos caras, una triste y una feliz, que dan entender que a la vida hay que ponerle buena cara.
El sol se esconde en el horizonte, dejando de lado el día, dando inicio a la noche, en este espacio algunos miembros expusieron su talento, me impresionó escuchar a una señora de gafas, 45 años, blanca, con el pelo recogido, entonar un himno que me tocó el alma “es un ángel, llegando aunque no lo ves, para acercar nuestras oraciones a Dios, sin más abre el corazón y empieza a cantar, que no hay amor más grande, que el amor celestial, y los ángeles ya vienen a celebrar, si, vuelan los ángeles en el lugar”, cantaba la mujer con los ojos cerrados y con las manos sobre la cabeza, una lágrima me salió del ojo haciéndome sentir cómo todo mi cuerpo era arrullado por la voz que salía de su interior.
Por último, y como no podía faltar, para cerrar la velada tan especial el lugar de descanso debía combinar con la experiencia de todo el día.
El sol se esconde en el horizonte, dejando de lado el día, dando inicio a la noche, en este espacio algunos miembros expusieron su talento, me impresionó escuchar a una señora de gafas, 45 años, blanca, con el pelo recogido, entonar un himno que me tocó el alma “es un ángel, llegando aunque no lo ves, para acercar nuestras oraciones a Dios, sin más abre el corazón y empieza a cantar, que no hay amor más grande, que el amor celestial, y los ángeles ya vienen a celebrar, si, vuelan los ángeles en el lugar”, cantaba la mujer con los ojos cerrados y con las manos sobre la cabeza, una lágrima me salió del ojo haciéndome sentir cómo todo mi cuerpo era arrullado por la voz que salía de su interior.
Por último, y como no podía faltar, para cerrar la velada tan especial el lugar de descanso debía combinar con la experiencia de todo el día.
En el bosque, al lado del Museo de la Paz, había una pequeña casita en el árbol sobre una cascada, este sería mi lugar de descanso junto a mi compañera de viaje, al entrar sentía un equilibrio total en un rinconcito de madera, con dos ventanas y una puerta, el frío de la noche y el sonido de la cascada me adormecieron, encontrando así mi paz interna.